Tres chicas Gilmore (por Ana Vega)

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Cuando él se fue, se llevó el coche.

-¿No te gustaba tanto la moto? –comentó, irónico-. Pues tuya es.

Iba a protestar: ¿la moto, para llevar a Alba al colegio, para la compra, para seguir haciendo sola lo que hacíamos juntos? Pero la miré, y una oleada de cariño, de orgullo, me invadió. ¡Pues vale, la moto para mí, perfecto! Y sonreí como si todos mis sueños acabaran de hacerse realidad, con lo que él se fue desconcertado.

Punto para la chica.

Nos quedamos solas las tres: Alba, yo… y la moto. Por las mañanas, llegábamos al colegio entre bramidos, ante la admiración de profesores y alumnos. Alba se convirtió en “la  moterita”; yo, “la mami motera”.

Al principio nos miraban de reojo, como si nos hubiéramos convertido en bichos raros, pero pronto comprendieron que éramos las mismas de siempre, solo que las cosas… habían venido así.

Nos sentíamos, Alba y yo, madre e hija frente al mundo. Hablábamos nuestro propio idioma, con diferentes nombres para ciertas cosas y personas, inteligible solo para nosotras. Con una mirada nos entendíamos, reíamos, nos emocionábamos a la par. Era como vivir una película, Alba, la moto y yo.

Y por eso la llamamos Gilmore.

Gilmore se convirtió en nuestra mascota. No íbamos a ningún sitio sin ella; de hecho, si no podíamos llevarla, ya no queríamos ir, por fácil que fuera. Se habían establecido entre las tres unos lazos de lealtad que no, no se rompían. No se rompen. Una moto puede darte tanto, y tan generosamente… te da la libertad, el viento en la cara, el poder cantar a pleno pulmón, el goce de las mañanas azules, el cosquilleo al coronar un badén y empezar la cuesta abajo, la belleza de inclinarse, montura y amazonas, a la vez, suavemente, esa perfección de formas…

Los sábados, como un ritual, la lavamos de arriba abajo. Es hermosa, brilla. Le echamos gasolina y nos vamos las tres juntas.

¡Excursión!

Antes solíamos recorrer carreteras secundarias para conocer lugares nuevos. Comíamos en la terraza de algún bar, en plena sierra, o en la plaza de algún pueblo pintoresco. Charlábamos y reíamos, y lo más cerquita posible, como un fiel perrazo, nuestra Gilmore nos esperaba pacientemente.

Ahora, las cosas han cambiado. Mi ex dejó de pasar manutención para Alba: está parado y lo pasa mal. Yo misma sufro reducción de jornada. Nos cuesta llegar a fin de mes. Se acabaron las comidas especiales, el cafelito a media tarde, los caprichitos…

Pero no se acabaron las excursiones con Gilmore. Ahora son distintas: vamos por el camino del arroyo y cogemos espárragos. Nos hemos hecho expertas en reconocerlos, los trigueros y los de nueza, más dulces. También cogemos higos y granadas silvestres. Y tagarninas. Y vinagreras. Y hierba para dos gallinitas que nos dan huevos. Lo traemos todo en las alforjas de Gilmore. Y nos reímos: hemos vuelto a la época de nuestros antepasados, pero también en ella tiene cabida nuestra moto.

Y siempre la tendrá.

Mujeres Moteras