El regreso (por Juan Santos)

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El Regreso: Aquel día la Intruder parecía no tener demasiada potencia. Unas le pitaban, otras simplemente la rebasaban a toda velocidad. Los kilómetros se fueron haciendo interminables, pesando como una sólida roca sobre el corazón de Juanjo. No hacía mucho que había repostado, apenas quedaba media hora para llegar a Jerez. La motocicleta comenzó a rodar cada vez más despacio, como si presagiase que no llegaría a la capital del motociclismo. El viento rozaba la cara del conductor cuando se detuvo en el arcén de la carretera.

El motor ronroneaba animándole, sugiriéndole que el mundo es de los valientes. Consultó el reloj, daban casi las seis de la tarde. Miró el cuentakilómetros, casi seiscientos kilómetros a sus espaldas. El ruido del motor de su vieja Suzuki le sugería que ella estaba dispuesta. En su mente se proyectó la imagen de un niño llorando, su corazón se aceleró y si alguien se hubiese fijado, podría haber comprobado que el nacimiento de una lágrima se formaba en los ojos de Juan José Fuentes. Su mano se cerró sobre el puño y el motor emitió un rugido ensordecedor de triunfo. Los moteros llegaban a Jerez, incrédulos al comprobar que a las puertas de la noche, un motero abandonaba la catedral del motociclismo.

El viento soplaba helado, la noche cayó, y únicamente se distinguía en la carretera el haz de luz de una motocicleta encorajinada. Los kilómetros fueron pasando mientras el frío se clavaba como puñales afilados en los tobillos de Juanjo. Comenzaron  a caer los primeros copos de nieve, pero ya nada podía detener aquella locura. La imagen de un Diego llorando inundaba la mente del motero suicida. Un nudo en la garganta y un manojo de nervios en el estómago sirvieron para que llegase hasta Granada. La nieve comenzaba a cuajar sobre el asfalto, y los conductores, abrigados por la cálida calefacción, miraban asombrados como un motero devoraba kilómetros en medio de una tempestad de nieve. Algunos pitaban, otros sonreían, mientras, Juanjo no dejaba de pensar en su niño de nueve años, en sus lágrimas, en sus llantos. La moto resbaló en varias ocasiones, recordándole que la vida es un susurro que se deshace en conversaciones banales, discusiones sin sentido y gritos innecesarios. Tragó saliva, encaró la moto por los carriles que dejaban las ruedas de los automóviles en la A-92, y siguió devorando kilómetros y miedo.

Cruzó el puerto de La Mora ante la incrédula mirada de los agentes de la guardia civil, que hicieron el ademán de detenerlo demasiado tarde. La vieja Intruder ya rodaba camino de Guadix. Así, aquella noche, entre nieve, miedo y lágrimas, llegó Juanjo hasta el Barrio de los Reyes. Abrió la puerta y abrazó a su hijo. De madrugada entraban en la capital gaditana, dispuestos a disfrutar de su gran pasión, pero sabiendo que ningún motor es tan potente como el llanto de un hijo.

 Mujeres Moteras