In Memoriam (por Ana Vega)

Compartir

Categoría

Instagram

ÍNDICE/ GUÍA DE CONTENIDOS

ganador concurso literario MM

IN Memoriam (por Ana Vega)

Fue mi padre quien me inculcó el amor por las motos. Mamá habría preferido un coche, daba igual, aunque fuera enanito. Tampoco tenía que correr mucho… ¡bastaba con que cupiésemos todos! En la moto a veces nos montábamos los cuatro (mi hermano entre papá y mamá y yo delante, siempre, para sentir el viento golpeando mi rostro y sacándome, incluso, alguna lagrimilla), pero estaba prohibido y no podíamos ir nunca “a ninguna parte” juntos.

A mí me parecía bien, porque así, cuando iba con mi padre, lo tenía todo para mí. Jugábamos a que la moto era nuestro caballo, yo era la joven rubia y papá el guapísimo indio “Caballo Loco”. Aprendí a relinchar mejor que cualquier equino.

¡Dios, qué gozada!

Eran tiempos permisivos para los motoristas: ni siquiera era obligatorio el casco, pero papá siempre se lo ponía, el mismo casco que usaba para la obra. Era precavido: “si me pasa algo –decía- que no sea por negligencia mía. ¡Tengo dos hijos, eso es sagrado!”

Era un padre para sentirse orgullosa de él.

Cuando cumplí los dieciocho, me compré una moto. Me costó lágrimas y discursos, dos años llevaba intentando convencer a mi madre de que lo que más deseaba era una moto, como papá. Tuve que ahorrar el dinero de mi sueldo. A mi hermano se la compraron en cuanto cumplió los dieciséis, pero yo… “era una chica”, y con eso estaba dicha la última palabra.

Mi padre solo decía: “lo que diga mamá”.

Qué cómodo.

Pero cuando tuve edad, ¡zas!, me la compré. Ya no podían decirme nada, aunque… ¡dijeron! De todo.

Mi hermano se reía de mí:

-¿Dónde vas, loca, con una moto? No has visto tú películas…

Papá no decía nada, pero a escondidas de mamá, me llevó al polígono y me dio mis primeras clases. Nunca olvidaré aquellas tardes mágicas, el salto hacia adelante cuando soltaba embrague demasiado bruscamente, el subidón de adrenalina cuando la moto parecía inclinar la testuz y someterse a mi mandato.

-Nunca te creas que eres realmente tú la que manda –me advirtió papá-. La moto es quien tiene, siempre, la última palabra. Pero si sabes llevarla con destreza, no te traicionará. La moto es como la mujer.

Era machista, papá, pero yo le adoraba.

La vida es irónica. Cruel. Se burla de nosotros, y de mi padre se despidió burlándose. Él, que siempre guardaba mil precauciones, cayó como un soldado, en un derrumbamiento de la estructura de la obra en que trabajaba. El casco no sirvió de nada.

Su moto siguió allí aparcada muchos días. Mi hermano no quería verla. Yo, tampoco.

Dolía.

Finalmente, fui. No podía permitir que la retirara la grúa, que desapareciera de nuestra vida.

Estaba allí; papá fue el último que la tocó.  Su faro, borroso por el polvo de tantos días, parecía mirarme, entristecido, interrogante. Emanaba tristeza, soledad.

A borbotones, me embargaron los recuerdos. Papá. La moto. Papá. Yo. Papá. “Caballo Loco”…

La abracé. Tiernamente.

¡Oh, papá, papá…!

Y, por fin, lloré…

Mujeres Moteras