La mañana de Reyes (por Jaime Miranda)

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La mañana de Reyes (por Jaime Miranda)

Apareció por la plaza de Cuzco en una Suzuki de quinta mano que traqueteaba como una batidora llena de piedras y con una sonrisa tan amplia, que sus dos mofletes colorados asomaban por la visera. Era la estampa de un niño de treinta y cinco años la mañana de Reyes. Me hice la sorprendida, y lo estaba, aunque sabía que el día menos pensado iba a venir con una moto a buscarme, porque había estado dando señales inequívocas desde que le hice dar dos vueltas con “Celia”, mi Yamaha, por un parking desierto, un domingo soleado, después de desayunar juntos por primera vez. Con frecuencia le pillaba de reojo mirando burras de cualquier cilindrada –algunas eran más bien cabras- y después a mis vaqueros. Siempre le decía que si me estaba tomando medidas para el sillín. Se ruborizaba. Hacía cinco meses que me había abordado una mañana a la puerta del edificio donde ambos trabajábamos. Me preguntó por la moto, me enseñó ese permiso de conducir con aspecto de periódico mojado. Su hoja rosa envejecía en su cartera desde que le partieron el corazón por vez primera, hacía seis años, y se le había olvidado con el tiempo que maceraba allí por culpa del miedo. Me pareció divertido desafiarle, dejarle cortado, y le pregunté que si se atrevía a que hiciéramos de Mary Murphy y Marlon. Él me enseñó una fotografía de sus abuelos, sentados en una Vespa y me contó que se fueron de viaje de bodas en ella. Me dijo que era el momento de perpetuar la tradición y me dio un beso que supo a poco. Se ve que de las motos me gustan los viajes y la mecánica, y de las personas, recauchutar corazones con cicatriz mal cerrada, son maneras de vivir, que decía el poeta.

Se quitó el casco, le pregunté cómo iba de miedo. Contestó que con el depósito lleno y comentó con entusiasmo que un mosquito se había golpeado con su visera. Le temblaban las piernas todavía y ya quería que fuéramos a no sé qué pueblo. Me concedía todo el mérito por su renovada valentía y quería recompensarla a base de rueda. Soy tu mujer fatal, le dije. Yo soy más alto que Bogart, me contestó. Aquella vieja Suzuki Imitaba la Triumph de Salvaje. No se hubiera atrevido mi Marlon por entonces a pasar de una dos y medio sin anestesia, pero sabía elegir algo bonito, y no me refiero sólo a la moto.

Los que nos vieron desaparecer por el túnel que llevaba hacia su barrio debieron pensar que estábamos locos. Estábamos enamorados. Aún estábamos en rodaje, pero eso era lo único que podía explicar que intentásemos guardar el equilibrio en aquella antigüedad rescatada de una chamarilería, en lugar de mantenernos a salvo. Ya llegarían otras más potentes. Fui su primer paquete y soy su último amor.

Nunca hemos tenido canción, lo nuestro son las toses de una cuatro tiempos y el olor alquitranado del verano en carretera.

Mujeres Moteras