La otra mitad (por Flor Díaz)

Compartir

Categoría

Instagram

ÍNDICE/ GUÍA DE CONTENIDOS

La otra mitad (por Flor Díaz)

Ingresé al bar sin sospechar que mi vida estaba a punto de cambiar. Era un salón en las afueras de San Agustín, con un tufo característico a colillas rancias y a brandy barato. Mis compañeros de la nutrida comitiva de cien motoras aguardaron afuera, pero la sed estaba a punto de hacerme desfallecer. Eran las dos de la tarde y llevábamos tres horas continuas de viaje por la noventa y cinco, intentando llegar a Nueva York antes del anochecer con una donación de juguetes para los niños del hospital. Al menos en mi bitácora era hora de parar… Cuando crucé la puerta, mi vista tardó bastante en adaptarse a la oscuridad pero enseguida descubrí que estaba vacío, a no ser por un apuesto joven de unos treinta años que jugaba con su celular al final de la barra. Sin perder tiempo, le hice señas al mesero por un vaso de agua helada y me senté brevemente a esperar.

De pronto sentí los ojos de aquel hombre. No sé si fue mi pelo crespo o mis vaqueros ajustados o mi camiseta de cuero, o quizás las feromonas de sudor salvaje que escapaban de mi piel, solo sé que me miró con los ojos del alma, como si yo fuese esa chica especial que suscita la capitulación definitiva del corazón. Yo sonreí sin más remedio y me acerqué a él, segura de haberlo flechado, misteriosamente atraída por su irresistible gallardía. No intercambiamos una sola palabra. El mesero me entregó una jarra verde con agua que tomé en un santiamén y llevé a mi admirador por una mano al exterior. De  un salto me monté a horcajadas en Lola, mi hermosa Harley Davidson clásica, con sus tubos niquelados y su tanque adornado por la sirena más bella que jamás hayan pintado unas manos humanas. Impulsada por mis instintos lo invité hacer lo mismo. Esta soy yo, le dije en un susurro, ¿seguro te atreves a salir conmigo? Despacio me puse el casco rosa y encendí la moto.

El rugido abrumador despertó a mis compañeros y todos comenzaron a chiflar. Por suerte el casco disfrazó mi vergüenza. Sin tener que indicarle nada, el muchacho sacó los apoyapiés, se acomodó detrás de mí y se aferró a mi cintura. Me llamo Pedro, contestó, y también soy motorista… Yo reí a carcajadas sin saber qué responder. Salimos hacia la carretera a doscientos kilómetros por hora. Mientras corría, busqué el rostro asustado de Pedro en el espejo retrovisor, dominada por la sospecha de que me había mentido, pero hallé su sonrisa pícara y sus ojos enamorados. Había dicho la verdad. Recordé entonces mi primera vez en una moto y suspiré, evocando el miedo, la euforia, la sensación indescriptible de libertad que experimenté y el pinchazo adictivo de adrenalina que me había enviciado para siempre.

Creo que te he encontrado, pensé.

Creo que al fin encontré a mi otra mitad…

 Mujeres Moteras