Mi Janis (por Antonio Fernandez)

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Cuatrocientos sesenta y ocho mil trescientos veintidós kilómetros recorridos. Recuerdo perfectamente la cifra mientras mis lágrimas empañan una foto de mi vieja “Janis”, una Mimsa A1 125 de segunda mano que me regaló mi padre.

Él mismo le trucó el cuentakilómetros , como una delicada reconstrucción de himen, y le cambió un par de piezas, desgastadas por el trote que le dio su anterior poseedor, con el fin de que yo pudiera “estrenarla” el día que cumpliera dieciséis años. Ese día llegó y decidí ir desde el pueblo hasta Burgos.

El aire me cincelaba la cara y  cuando me detuve para mear tenía el culo dolorido, pero sabía que mi relación con Janis era para siempre, como los matrimonios en mi familia. Con ella descubrí un mundo ignoto hasta entonces: el del heavy metal. Me dejé el pelo largo y patillas, empecé a fumar y a escupir a lomos de mi jaca motorizada. Me desgañitaba cantando a los Iron Maiden y mi vestimenta cambió para escándalo de mis padres.

Ella fue abnegada compinche en mis citas con la primera medio novia que me eché y cómplice en algo más que travesuras que podían haber hecho que diera con mis huesos en el calabozo. Aquella noche llovía y también había lloviznado en mi gaznate medio litro de ron celebrando la enésima derrota del Burgos en la liga. Lo primero que pregunté en la Casa de Socorro fue por Janis. Estaba medio destrozada en un taller cercano y mi cadera poco más o menos.

El del taller fue el que vino a traerme el cuentakilómetros como recuerdo y a pedirme que le cediera la moto para poder utilizar las piezas como recambio de otras motos.

Ahora en esta sala de rehabilitación, cuando ejercito mis piernas en la bicicleta estática, a veces un escalofrío me recorre la espalda y siento como si cabalgara de nuevo con mi querida Janis.

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